Introducció
Ponencia pronunciada en el Foro de Oñati por Alfonso Vázquez en diciembre de 2005 | Editado por Nexe nº 19, 2007 | Título en catalán: “Ciutatania activa: entre el global i el local”
Introducción
Ciertamente, cabe preguntarse con qué objeto nos encontramos en este acto atípico, poco definido. Tal vez en la propia pregunta está la respuesta: Para encontrarnos; es decir, para abrir la posibilidad de debatir temas de futuro para Oñate conjuntamente, sin intermediaciones y, por tanto, de explorar el potencial de tal encuentro. No se trata de constituir un polo industrial ni una asociación cultural, ni otra cosa por el estilo, por muy respetables que sean; queremos imaginar juntos el devenir que deseamos para Oñate –y, en esa medida, para nosotros mismos– constituyéndonos en acción transformadora del mismo, en parteros de nuestra pequeña gran historia.
Pero, cabe preguntarse de nuevo, ¿no nos vemos todos los días? ¿No estamos juntos en nuestras empresas, en nuestras sociedades, en nuestras escuelas, en nuestras organizaciones? Seguro que sí; pero continúa la ronda de preguntas: ¿Qué espacios de conversación creadora, más allá de los avatares diarios, tenemos en nuestras organizaciones? Más allá de sus funciones especializadas (producir, enseñar, hacer música, solidarizarse con los más desfavorecidos…) ¿Dónde podemos tratar lo colectivo, el conjunto de aconteceres que nos atañen, no obstante, a todos? ¿Desde dónde podemos integrar producción, educación, cultura, urbanismo, solidaridad… futuro compartido, en definitiva?
Como todos sabemos en nuestras vidas, crear las condiciones, los contextos, es esencial para que lo que deseamos ocurra. Esta es la base del presente proyecto.
El conocimiento, lo global, lo local
Posiblemente uno de los fenómenos de mayor trascendencia en nuestros días sea la emergencia del conocimiento (no reducido a “conocimientos” académicos, de escasa relevancia, sino la combinación indistinguible en el ser del pensamiento, la emoción –el deseo– y la acción) como fuerza tendencialmente dominante de la producción (y no sólo de la producción industrial, sino de los servicios, la agricultura, la educación, la sanidad, y un largo etcétera). Este fenómeno tiene que ver con los altos índices de acceso a la educación en los llamados “países desarrollados”, con la alta automatización de los procesos industriales, con los desarrollos tecnológicos, particularmente los impulsados por las tecnologías de la información y la comunicación y, todavía muy escasamente, con las adaptaciones conceptuales y organizativas (definitivas, por otra parte) al mismo.
Pero sería un error dejarnos mecer por los cantos de sirena de tantos teóricos que suponen que, por sí solo, este fenómeno nos trae todo tipo de bienaventuranzas y la superación de los lastres civilizatorios que arrastramos. El conocimiento como fuerza productiva tendencialmente dominante se experimenta en el terreno de las estructuras de la sociedad industrial –y, no lo olvidemos, en sus campos de fuerzas–, de manera que, lejos de producir por sí solo una sociedad idílica, lo que hace es –en conflicto con las estructuras dominantes– desestructurar la sociedad, parcelarla, sumirla en lo incierto… Así, el llamado tercer mundo se instala en el corazón del primer mundo –y ya lo denominamos cuarto mundo-, se abren las brechas digitales, a los analfabetos “clásicos” se suman los analfabetos “digitales”, ciertas regiones del planeta se convierten en referencias –por efímeras que sean- mientras otras quedan “excluidas” de la red, el trabajo –y el trabajador- se desestructura en múltiples modalidades –los trabajadores con conocimientos, los emprendedores, los eventuales, los a tiempo parcial, los fijos, los fijos discontinuos, los autónomos, los subcontratados, los parados, los marginales, los que nunca han trabajado…- que no consiguen conectarse en ninguna forma de proyecto ciudadano común. Dos tercios del planeta quedan fuera del sistema, y, como corolario, las guerras atípicas –aun cuando con una capacidad de destrucción de civiles superior a las guerras típicas– se multiplican sin cesar. El problema no radica en el enfrentamiento de civilizaciones, sino en la profunda crisis de todas las civilizaciones que las realidades emergentes provocan, al chocar como placas tectónicas, con las estructuras de la civilización dominante y sus formas actuales de poder.
Pero el conocimiento (pensamiento, emoción y acción) como fuerza productiva tendencialmente dominante presenta otro rasgo muy importante: Se difunde el acto productivo a cualquier ámbito vital al tiempo que se integran en un solo acto actividades tradicionalmente parceladas. En efecto, se produce no ya sólo en la empresa o en la fábrica, sino en el hogar –no sólo reproducción de la fuerza de trabajo, sino producción emocional, captación de información, ámbitos relacionales, etc.–, en las escuelas –producción del trabajador del futuro, conformando sus rasgos definitorios–, en los hospitales… Pero a su vez, se produce el acto integrador; todo ámbito (productivo, educativo, cultural, de ocio…) contiene el potencial para ser, a la vez, productivo, educativo, emocional, etc. Es decir, producción y vida se funden y, en parte, se confunden.
Este fenómeno viene inserto –provocador y provocado, a la vez- en el conocido como globalización. Se han escrito ríos de tinta sobre este último, por lo que aquí sólo nos interesa resaltar un aspecto particularmente determinante del mismo: lo realmente globalizado son los flujos financieros. Por ello, el sistema global –el sistema imperante, sería más exacto decir, llamémosle el tardocapitalismo o como prefiramos– genera un equivalente universal abstracto al que todo queda referido: el dinero. En términos de lo global toda actividad, ya sea fabril, cultural, educativa, sanitaria, caritativa, familiar… viene traducida en cuantos monetarios, en equivalencias monetarizables. En consecuencia, el gigantesco potencial del conocimiento como capacidad productiva de cualquier ámbito social –y de las sociedades como conjunto– queda restringido, encorsetado, a su traducción, no tanto a valor –que admitiría múltiples interpretaciones- como a plus –valor, es decir, a la generación inmediata o mediata de ganancias monetarias para el capital –aunque algo repercuta en la cuenta corriente del productor de conocimiento…
La representación del dinero como equivalente universal abstracto produce –y viene producida por– una intrincada trazabilidad de líneas de poder económico, político y social, que sólo difusamente se visibilizan en formas como el G-8, el Foro de Davos, el FMI o el Banco Mundial, entre otras. Como antaño el poder de la divinidad, omnisciente, omnipresente, panóptico, rigiendo nuestras vidas y destinos, el nuevo Poder es impersonalizado, espectral, tomando decisiones que afectan a miles o millones de personas en salas ignotas de desconocidos edificios. Lo que de nuevo, hoy como ayer, nos remite a un triste imaginario: Somos pobres mortales al albur de los designios poderosos de quienes no podemos llegar a ver… Sin duda, nos falta hoy un nuevo Nietzsche.
Estas líneas de fuerza generan otro fenómeno: las sociedades quedan desarticuladas, o, más exactamente, parcialmente articuladas en base a los sectores de mercado en los que cada persona o entidad actúa. Nos quejamos habitualmente de la poca conexión –y comunicación, por consiguiente– que existe entre las empresas y las entidades educativas, entre las formaciones culturales y otras organizaciones, entre la Administración y los administrados… Pero, podemos preguntarnos, ¿desde dónde se marcan, imponen, sugieren… las líneas de acción a cada campo de actividad (a la empresa, a la cultura, a la educación, a la sanidad, a los servicios públicos…)? ¿Desde sus contextos sociales? No. Desde centros de decisión a pocos o muchos kilómetros de distancia, pero siempre ajenos, superpuestos a la propia realización de la actividad. No seamos ingenuos: Esta invertebración de las sociedades es consustancial al dominio de los poderes tal y como hoy están vertebrados.
Ahora podemos hacernos otra pregunta: ¿Desde dónde se despliega el potencial productivo, cultural, educativo, creativo, en suma, de la multitud? La respuesta, por más que velada una y otra vez, es obvia: Desde lo local. Pues deseos, emociones, sentimientos que activan el conocimiento y lo transforman en acción creadora sólo se producen en lo local, o, si se prefiere, en lo localizable. Tal vez el fenómeno cooperativo articulado hoy en torno a la MCC (a Mondragón) sea un exponente claro de este principio. No sigue las reglas de la empresa al uso, se articula en base a una filosofía atípica en el ámbito de los “negocios” (“el trabajo es superior al capital y le antecede”), se estructura con muy amplios márgenes de autonomía (la “soberanía” de cada cooperativa), se organiza inicialmente en sociedades comarcales, y… ¡triunfa! Hoy parece un fenómeno natural, pero no estaría de más preguntarse qué lo provoca y expande. ¿La consideración del trabajo como valor original (muy coherente, por otra parte, con lo que podemos considerar producción del conocimiento), no supeditado al capital? ¿El amor al País y/o a sus comarcas, es decir, a sus sociedades locales, para hacerlas progresar? ¿La combinación de iniciativas empresariales, educativas, crediticias y sociales? No lo sé, pero desde luego constituye un ejemplo paradigmático del poder de lo local.
Las formas de superestructura que nos son tan habituales, en todos los ámbitos (económicos, educativos, culturales, políticos, sociales, empresariales, sindicales…) constituyen hoy por hoy una sobredeterminación del acontecimiento mismo, de la producción (es interesante cómo en plena crisis en Argentina, algunas empresas remontaron su situación al sustituir sus obreros a sus empresarios desertores), de la educación, de lo social, de lo privado…
Por tanto, la crisis se sitúa en el encadenamiento de la sociedad del conocimiento –con su génesis y reproducción esencialmente local, aunque globalmente conectada– con el sistema imperante, el tardocapitalismo, esencialmente global, sin raíces locales de ningún tipo –salvo el predominio del cristianismo integrista de Estados Unidos, como potencia imperial–, carente de sensaciones y emociones que no constituyan la lógica de la acumulación de capital, indiferente –cuando no causante directo- a la catástrofe que la humanidad vive hoy, en forma de pobreza, hambrunas, explotación de todo tipo, pandemias…
Este, en mi opinión, es el panorama. Ahora, nosotros, humildes ciudadanos, pero poderosos constituyentes de la multitud, ¿cómo podemos actuar?
Entre lo local y lo global: La ciudadanía activa
La ideología de lo global –a veces confusamente encuadrada en el término “neoliberalismo”– apunta a que los valores máximos se realizan, como imagen especular de los flujos financieros, en centros de decisión cada vez más lejanos de la ciudadanía, hasta llegar a ser casi inaprensibles para el ciudadano, como si un Gobierno Mundial fuera garante de la justicia y la paz; continúa siendo un determinismo nostálgico de la idea de divinidad, de un Olimpo desde el que se dirige el destino de los hombres. Así, como podemos vivenciar en nuestros días en el Estado español, causa escándalo que una pequeña comunidad reclame mayores cotas de autogobierno, no digamos de soberanía, cuando se ve como lo más lógico del mundo que se ceda gran parte de la soberanía estatal a instancias “superiores”, como la Unión Europea. En una especie de parodia hobbesiana, no sólo el hombre es un lobo para el hombre, sino el estado es un lobo para el estado (y para sus ciudadanos, de paso).
La corriente de fondo, por más que se oculte púdicamente bajo las elaboraciones de los intelectuales orgánicos del sistema (como el fin de la historia, o el choque de civilizaciones) consiste en que las sociedades desestructuradas, parceladas en roles y funciones ajenas unas a otras, referidas siempre a instancias superiores, carecen de poder, de potencia para transformar sus propias realidades, quedando completamente dependientes de poderes ajenos, lejanos, con intereses bien diferentes de los propios de la comunidad (es decir, dependiendo de otras esferas y escalas de intereses, para los que la comunidad inarticulada produce).
Una tentación desesperada de las comunidades sometidas a la desarticulación es tratar de rearticularse sobre el pasado (sean las narraciones históricas, las tradiciones, la religión, u otras), lo que profundiza su brecha al no poder tratar con los poderes globales más que en formas de resistencia sin salida, sin construcción futura; de ahí las expresiones de fanatismo, exasperación y desesperación que nos son tan habituales. En este caso, lo local se vuelve una trampa, se cierra indefinidamente sobre sí mismo, hasta el sacrificio colectivo o la asfixia. En expresión de Eley y Suny [1], “Los nacionalismos con mayor éxito presuponen una cierta comunidad de territorio, lengua o cultura anterior, que proporciona la materia prima para el proyecto intelectual de la nacionalidad. No obstante, no debemos “naturalizar” esas comunidades anteriores como si siempre hubieran existido de algún modo esencial o simplemente hubieran prefigurado una historia aún por llegar […] La cultura es, con mayor frecuencia, no lo que la gente comparte, sino aquello por lo que elige combatir.”
Podemos, pues, formular la hipótesis de que si queremos comunidades articuladas, vertebradas, capaces de hacerse con su propio destino, de construir su historia, deben moverse en un plano complejo, constituyente, desde lo local (presencia inevitable, guste o no) hacia lo global (o, para ser más exactos, hacia planos de expansión, conexión y captación en continuo despliegue).
Y, llegados a este punto, puede surgir la pregunta ¿y esto cómo se articula, cómo se realiza, sometidos, como estamos, a fuerzas globales aparentemente invencibles? La ideología de los poderes constituidos siempre ha pretendido esparcir el mismo mensaje, sean reyezuelos tribales, señores feudales, reyes, emperadores, Papas, Estados-nación, o supraestados…: “Ya todo está constituido, acabado, sólo en mí hay solución, fuera están las tinieblas, el castigo, la exclusión.” Y siempre se ha demostrado falso. ¿Desde dónde ha venido esta demostración de falsedad? Desde el (los) conocimiento(s) conectados en comunidades de comunicación, de debate, de influencia y de acción. Yo diría que hay tres líneas de actuación definitorias de lo que puede ser un proyecto compartido de futuro para la comunidad: Integración de conocimientos, diálogo abierto y afectos (ética solidaria). Paso a comentarlos.
Integración de conocimientos
La parcelación continua del conocimiento en especialidades, la reducción de la persona a un rol preponderante (soy profesor de física, soy tornero, soy Director, soy ama de casa…) sin otros espacios de expansión y, por tanto, de realización, conlleva, en expresión de Marcuse, la unidimensionalidad del ser. Pero este ser parcelado, privado artificialmente de su integridad, sólo es útil –e incluso esta afirmación, en los días que corren, sería discutible– para su empleador, para su gobierno, para su general… Pues su comunidad recibe de él la imagen distorsionada de una función alienante donde debería haber un hombre o una mujer; un reflejo de estatus, de frustraciones, de delirios, donde debería anidar la potencia de comunicarse en múltiples direcciones y de construir cooperativamente.
Por tanto, una primera línea de actuación parece ser poner en conexión diferentes conocimientos, diferentes sensibilidades, diferentes culturas si cabe, para irlos integrando en un acto constituyente del querer ser por encima del ser ordenado, programado. No podemos ser especialistas en todo, como se nos recuerda constantemente, pero sí podemos ser completos, capaces de trabajar en una empresa a la vez que hacemos labores de voluntariado, a la vez que escudriñamos aquello que todavía no conocemos, a la vez que pertenecemos a un grupo cultural, a la vez que construimos familias, a la vez que… Esto nos hace más ricos personalmente hablando y enriquece nuestra labor comunitaria.
Diálogo abierto
Pero esta integración del conocer, del ser, del sentir, sólo puede establecerse en el diálogo abierto, en el diálogo constituyente del sentimiento y la acción. Cuando añado al sustantivo diálogo el adjetivo abierto me estoy refiriendo a que el diálogo tiene que producir, no ser simple reproducción de lo ya dialogado, de lo ya establecido. Nos han acostumbrado a hablar de lo que se habla, siguiendo patrones preestablecidos, esquemas ya definidos, verdades inmutables, temas políticamente correctos… De ahí no sale nada más que la inmersión en lo mismo, que la repetición estéril de las mismas frases hasta la náusea.
El diálogo constituyente tiene que establecerse sobre lo que no hay, sobre lo que no existe, sobre el llegar a ser, el devenir sin definición posible. No tiene una finalidad apriorística, un destino marcado de antemano (como es tan frecuente en reuniones formales de consejos de dirección, reuniones escolares, parlamentos políticos… donde el diálogo es una floritura, un escape de frustraciones pasadas para reproducirse en proximidades futuras). Por tanto, necesita escenarios abiertos, ausencia de predefiniciones, eludir la tensión castrante de “llegar a alguna conclusión cuanto antes”, sumergirse en corrientes bifurcadas en territorios ignotos… Sólo así el diálogo nos hace pasar a la acción creadora, a la imaginación estratégica, a hollar los nuevos territorios de realización.
Y se necesitan múltiples diálogos, que interseccionándose entre sí, produzcan múltiples bifurcaciones, múltiples potencialidades de acción que, realizadas, abrirán nuevos diálogos, nuevos estadios desde los que volver a constituir el devenir.
Afectos (ética solidaria)
El dominio del dinero como referente abstracto universal ha producido en nuestras sociedades la ilusión (por muy decepcionante que sea en la inmensa mayoría de los casos) de que el valor personal viene asociado al valor monetario (es decir, a la producción de plusvalor). Así, el éxito de un libro depende de los millones que vende, como lo hace el éxito de un grupo musical o teatral. Sólo las ventas inmediatas parecen donar el éxito o fracaso a cualquier iniciativa, no digamos ya empresarial, sino cultural, social o deportiva. Y me permito una cita del libro que estoy escribiendo en la actualidad: “Y una (a modo de) advertencia: las fuerzas que han subsumido a la sociedad en las relaciones monetarias nos vienen siempre a recordar, con su impúdico cinismo, que la gente actúa por dinero, que todo conocimiento generado tiene que ver con la recompensa económica perseguida; no basta, sin embargo, más que echar una ojeada a la historia para comprobar su falsedad intrínseca. La enorme mayoría de nuestros héroes filosóficos, científicos, artísticos (y, en algunos casos, políticos) no crearon con un fin monetario (aunque en algunos casos obtuvieran, valga la expresión, una recompensa monetaria), sino que crearon porque quisieron, porque querían su creación (en no pocos casos, a costa de su tragedia y de su sacrificio personal e, incluso, vital). Baste como rápido muestrario citar a Sócrates, Galileo, Kafka, Darwin, Einstein, Nietzsche, Van Gogh, Gandhi o Boltzmann… y todos los que usted quiera añadir. La creación, la creación del conocimiento es, pues, ante todo, deseo, afecto, pasión (de sí mismo y de los demás).”
Son el afecto, el deseo, la emoción, la pasión, los que impulsan lo mejor de nuestras realizaciones, los que nos impulsan hacia la innovación en todos los órdenes, en la medida en que queremos algo que todavía no está presente, o que sólo se manifiesta como un presente potencial. O en la medida en que no nos gusta lo que existe y queremos imaginar algo diferente, prefigurar un futuro que sea digno de vivir.
Pero el afecto, como el deseo, es siempre local, localizable en corporeidades que sienten o a quienes sentimos, a quienes queremos o detestamos y que nos quieren o detestan. Por tanto, la construcción real de una sociedad del conocimiento se genera en lo local, en lo localizable, para, impulsada por el deseo de reconstituirse sin pausa –como el deseo jamás cesa– abre sus ámbitos al exterior, los impregna y se deja impregnar alegremente por ellos, en una suerte de reconocimiento mutuo, de afección expandida. En cierto modo, se trata de, ante la indiferencia del dinero frente al destino de tantos –y, por supuesto, a su presente– de construir entre todos una ética solidaria, no basada en la mera piedad ante el desprotegido, sino en los caminos en los que toda la sociedad puede enriquecerse cultural, emocional y, ¿por qué no? económicamente. Crear riqueza de todo tipo para todos, este puede ser el lema.
Conclusión: La construcción del valor
Como ya sentó el Premio Nobel de Economía de 1998 Amartya Sen, la riqueza de las sociedades no depende de una supuesta competitividad económica aislada de cualquier contexto social, sino de su desarrollo social y de la libertad de que son capaces de dotarse y practicar. En el caso que nos ocupa (Oñati) estamos hablando de una sociedad rica, con fuerte tradición cultural, empresarialmente sólida, suficientemente estructurada. Sin embargo, somos conscientes de que si consiguiéramos conectar creativamente multitud de actividades que tienen lugar en su seno para construir colectivos mejores estaríamos creando las condiciones para un futuro más sólido, más sostenible, más rico socialmente, más plenamente afectivo.
¿Cómo podemos integrar lo mejor de nuestras organizaciones empresariales, de nuestros centros educativos, de nuestras asociaciones culturales, deportivas o de ocio, de las organizaciones solidarias de Oñati, etc.? ¿Cómo, combinando lo mejor de cada una, en un ciclo continuo, pueden enriquecerse todas al tiempo que se enriquece toda la sociedad?
Esta es la pregunta a la que trata de abrir camino de respuesta este primer encuentro.
[1] Eley y Suny (eds.) Becoming national: a reader. Oxford University Press (1966) [El subrayado es mío]