Los cambios de era presentan acentuados signos tanto de creatividad como de convulsión, de forma que sus desarrollos futuros no pueden ser adelantados y casi nunca imaginados. Por ello, la tentación más frecuente es reducir y reconducir el significado de los fenómenos emergentes a los esquemas explicativos de los paradigmas imperantes, mitigando así, temporalmente, su potencia transformadora. Hoy nos encontramos en una migración, tan convulsa como potencialmente creativa, entre la sociedad industrial, asentada en la metáfora de la máquina, y la que, de forma provisional, podemos llamar la sociedad post-industrial, que se despliega desde la información y el conocimiento. De cómo interpretemos la ocurrencia –lo que pasa– dependerá lo que ocurra.
Las escuelas de gestión modernas reconocen que “algo está ocurriendo”, que el trabajo se está transformando, que en el aire flotan la información y el conocimiento, pero inevitablemente se aprestan a “encajarlos” en sus conceptos dominantes, a reducirlos a la organización maquínica, ya que es la única que saben manejar. Y, así, generan sin cesar nuevas teorías de management, como la gestión del conocimiento, la reingeniería, la calidad total, etc. Sin embargo, aparece un elemento nuclear de la transformación que está siendo ignorado por estas tendencias: Se transforma el trabajo –admitido–pero, esencialmente, se transforma el trabajador, su papel en el contexto empresarial, social, y educativo; y no porque sea el “activo más valioso” de la organización –como declaran las tendencias “paternalistas”– sino porque ahora el poder real, el poder de producir, se desplaza hacia su figura.
La máquina, alimentada por energía y mano de obra baratas, fue el elemento nuclear de producción de la era industrial; pero hoy, el input abundante y casi sin precio del sistema productivo es la información. Aunque ocurre que la información sólo puede ser valorizada en presencia de conocimientos (es decir, de quien puede captarla, interpretarla, elegirla o desecharla, y transformarla en acción), ya que, de otra forma, sólo es ruido, espacio ocupado inerte, basura… Por tanto, el conocimiento se erige como la gran fuerza productiva de nuestro siglo, ya que sólo por él puede convertirse en valor la gigantesca disponibilidad de información existente.
Y aquí conviene hacer dos matizaciones; primero, que el concepto de conocimiento que estoy utilizando no se reduce a conocimientos académicos o técnicos, sino que comprende la indisociable relación entre pensamiento, emoción y acción existente en toda persona; por decirlo de otra forma, su voluntad de poder, su acción transformadora. Segundo, que coherentemente con el enfoque propuesto, el conocimiento sólo se da en la persona, en la singularidad, y sólo se comparte en lo local, en la conversación, en el diálogo, en la interpretación; no hay, pues, conocimiento en las estructuras (empresas, organizaciones, escuelas…), sólo hay información almacenada. Todo conocimiento, como fuerza en acción, es personal, aunque socialmente compartido, ya que es en el ámbito social donde se realiza y reproduce.
Esta nueva figura del trabajador (trabajador del conocimiento) tiene consecuencias transcendentales en el concepto de trabajo. Por citar sólo dos, encontramos que en la conexión fluida y continua entre información y conocimiento este sólo opera desde la voluntad de quien lo posee, es decir, desde su libertad (ya que nadie puede controlar lo que otro conoce, en el sentido que hemos dado aquí a la palabra). Por tanto, el trabajador, en sentido literal (desde su voluntad) se apodera y apropia de su producción. Como consecuencia –a diferencia del trabajador industrial, del proletario– el trabajador se autoproduce en su acción productiva, ya que esta le dota continuamente de nuevos potenciales de información e interpretación, regresa en forma de enriquecimiento personal. Produciendo, pues, se autoproduce y desarrolla.
¿Qué mensaje contiene esta realidad emergente –e imparable– para el mundo educativo y, particularmente, para la Formación Profesional? Nuestros sistemas educativos han estado estructurados para transmitir conocimientos técnicos y académicos, como fin último, al alumno; es decir, para construir un trabajador con conocimientos. Pero si el rasgo esencial del nuevo trabajador –del trabajador del conocimiento– constituye el ejercicio de su voluntad mediante la decisión que deviene en acción y a través de la cual se autoproduce en forma continuada, ¿dónde se está educando al joven para ejercer activamente este novedoso rol? En ningún sitio, porque incluso la hoy tan mencionada “educación en valores” remite ampliamente a los valores de la sociedad industrial, no a la valorización en la sociedad post-industrial.
En mi opinión, este es el gran reto del sistema educativo y de la Formación Profesional: Nuestros profesores –sobre todo en la enseñanza secundaria y universitaria, incluyendo la FP– han sido preparados para impartir conocimientos, asignaturas. Es decir, para formar al trabajador industrial. Pero si como profesionales y como personas queremos ser agentes activos en la construcción de la nueva sociedad, el sistema necesita repensarse a sí mismo en total profundidad, deconstruirseconstruyendo lo emergente, lo no previsto, lo incierto, lo complejo.
Y la solución no vendrá desde ningún agente externo al hecho educativo, sólo puede proceder de la acción inteligente y emocional (de la voluntad) de sus agentes activos. El profesorado es la piedra angular de esta transformación, ya que sólo transformando su propio concepto puede contribuir a la transformación del sistema –o no haciéndolo, impedir que esta suceda–. ¿Estamos dispuestos a intentarlo? De ello depende nuestro futuro…