La producción de la autonomía

Introducció

El pasado 13 de septiembre Alfonso Vázquez era invitado a participar en una jornada en Comisión Parlamentaria promovida por los trabajadores de TV3 – Televisión pública de Catalunya sobre la cogestión y modelos de participación. El texto que presentamos es el documento base de su ponencia.

La llamada Gran Crisis ha traído consigo, entre otros muchos efectos, una destrucción masiva de empresas y empleos, un incremento espectacular de la precarización del trabajo, la destrucción parcial del Estado de Bienestar, con especial incidencia en la educación, la sanidad, los servicios sociales, la investigación y la cultura. Ante este panorama desolador surgen múltiples voces, desde quienes lo provocaron hasta quienes lo sufren, proponiendo alternativas, algunas sugerentes y otras muy pobres. En esta conferencia voy a centrarme en un solo aspecto del tema, el que atañe al trabajo, aunque sus derivaciones, confío, serán obvias.

LA HUIDA DEL TRABAJO

He sostenido en diferentes ocasiones que en nuestras sociedades el concepto del trabajo, entendido en la forma-trabajo, o, si se prefiere, en el seno de las relaciones de producción imperantes, ha sido y sigue siendo el “gran olvidado” en la multiplicidad de alternativas, soluciones, propuestas… que se producen a decenas cada día, con un más bien efímero recorrido. Pero, en el vientre de la Crisis, las más persistentes, emitidas desde múltiples instancias, podrían ser resumidas en las siguientes: Innovar, emprender, actuar emocionalmente.

Todas ellas presentan una característica curiosa –o no tanto–: Remiten a la individualidad, a la huida del trabajo, particularmente, pero no sólo, como empleo, tal como lo conocemos hoy. Así, el innovador como el emprendedor son seres “aislados”, que deben desafiar todas las convenciones fuera de las organizaciones tradicionales, para abrir nuevos caminos, para abrirse su camino, bajo el mandato “hágase a sí mismo, sea su propio gestor”.

Por otro lado, tanto las llamadas como los elixires disponibles (en libros de autoayuda, en consumo de coaching, en discursos y arengas…) para que las emociones de los atribulados trabajadores y, sobre todo, managers, asuman alegremente su situación y se “entreguen” a la causa, siguen pasando por alto la estructura del trabajo y de sus organizaciones. Todo remite a una individualidad asocial, a la ignorancia de los contextos y las condiciones sociales en las que desempeñamos nuestras actividades habituales; y cuando lo tiene en cuenta, en los tres casos mencionados, es para apelar a la aceptación acrítica de sus condiciones, como tantos emprendedores de hoy saben.

Esta ignorancia de la forma-trabajo tiene que ver, al menos, con dos condiciones: La consideración de las relaciones de producción existentes como cuasinaturales, es decir, como una segunda naturaleza destinada a perpetuarse en el tiempo (“siempre ha sido así…”); y la radical mutación de la esencia del trabajo producida en los últimos cuarenta años, que no ha podido ser absorbida por las estructuras de trabajo y organización imperantes.

UNA ANOTACIÓN: CONCEPTO DEL TRABAJO COGNITIVO

Recurro a un breve texto para ilustrar lo que entiendo por trabajo cognitivo como una emergencia de las últimas décadas en nuestros sistemas empresariales:

“Un fenómeno determinante de nuestra era lo constituye la conversión del trabajo cognitivo en factor tendencialmente masivo de producción. Toda la historia de la Humanidad es la historia del trabajo cognitivo (el cazador, la madre, el pastor… son trabajadores del conocimiento), pero la era industrial se fundamenta y desarrolla sobre la eliminación del trabajo cognitivo, sobre la reducción masiva del trabajo a lo físico (terminologías como “mano de obra” son significativas en este sentido), sobre el dominio de la cadena de producción en el proceso productivo. Todo atisbo de inteligencia o emoción interrumpen la cadena de producción, como tan magistralmente lo mostró Charles Chaplin en “Tiempos modernos”. Pero los procesos de automatización e informatización de la producción han conducido, inexorablemente, a que el trabajo, para ser (productivo), sea de tipo cognitivo.

Por trabajo cognitivo no entiendo el trabajo académico, o el sustentado en títulos universitarios, sino todo aquel en el que confluyen, de manera indistinguible, los pensamientos, emociones y acciones del trabajador; es decir, la persona en su totalidad. Y hoy es evidente que, desde el manejo de una máquina a la prestación del más humilde servicio, es el trabajo cognitivo el que entra en juego. Es decir, el desarrollo de nuestras empresas e instituciones depende de la realización del trabajo del conocimiento, y sólo secundariamente de máquinas y tecnologías (que, al fin y al cabo, no dejan de ser herramientas en manos del trabajador).

Y aquí empiezan las paradojas. Pues el conocimiento (entendido como pensamiento, emoción y acción) es libre en su despliegue (yo puedo ser influenciado, pero nadie puede decidir por mí qué deseo, cómo pienso, qué decido) y lo hace siempre en forma de cooperación social, en el contexto donde se realiza el acto productivo, sea este del tipo que sea. Es decir, la producción a través del conocimiento adopta formas de autoorganización en torno al acontecimiento de producir, de crear lo que antes no estaba. Pero, entonces, ¿qué valor aportan la propiedad y sus representantes en las estructuras jerárquicas?

En la era industrial, la propiedad invertía en terrenos, edificios y máquinas y alquilaba fuerza de trabajo adscrita a estos; pero hoy, cuando el factor masivo de producción es el trabajo cognitivo, ¿qué posee la propiedad? (Pues, como hemos dicho, el conocimiento, los deseos, las formas de cooperación, las redes relacionales… que se entretejen en torno al trabajador cognitivo no pueden ser poseídos ni ordenados más que por este, siempre en su interrelación social). Posee un título jurídico que le permite sobredeterminar el acontecimiento productivo, el hecho de crear riqueza, a través de organizar, no la producción, sino la conversión a valor (monetarizable) del fruto de la misma (la mercancía), y así garantizar, en una u otra medida, el proceso de acumulación.

Y quiero hacer notar un aspecto fundamental: Esta característica de la propiedad no es exclusiva, ni mucho menos, de la llamada empresa capitalista, sino que, inserta en la lógica del sistema capitalista, con unas u otras modalidades, impregna otras formas de propiedad, como las de tipo estatal (no olvidemos que la propiedad de los medios de producción por el Estado en las economías del “socialismo realmente existente” produjo –y produce– formas de explotación del trabajo tanto o más brutales que en los países capitalistas) o las de la economía social y cooperativa. Para lo que voy a argumentar a continuación quiero dejar claro que no dudo de que haya matices –más benignos o más crueles– en las expresiones y prácticas de los diferentes modos de propiedad, pero sí afirmo que su esencia no es diferente.

Retengamos esto: El trabajo cognitivo, en su realización en el hecho productivo, tiende a autonomizarse de cualquier instancia que no sea la cooperación entre productores, y sólo a posteriori su acto productivo es traducido a la conversión en moneda, sea en tipo del precio de la mercancía generada, en tipo de salario o en tipo de plusvalor.” [1]

LA ORGANIZACIÓN DE LA PARADOJA

Al igual que la forma-trabajo –y consecuencia de ella, aunque su papel sea reproducirla constantemente– la forma que adoptan nuestras estructuras organizativas aparece como la manera natural de organizar, no sólo el trabajo, sino también cualquier actividad social en el ámbito de lo público. Es decir, esta estructura es la que desde hace más de un siglo han ido adoptando, no sólo las empresas, sino también los centros educativos, las administraciones, los partidos políticos, los centros tecnológicos, los sindicatos, etc.

Aunque permanezca velada por múltiples teorías y discursos –incluyendo multitud de reformas cosméticas–, su esencia es clara: Contener, organizar y ordenar trabajo parcelado, alienado de su objeto, carente de significado finalista, cuidadosamente procedimentado para su repetición permanente, en el que existe una clara distinción entre quienes ordenan (dirigen) y quienes ejecutan. Más allá de la buena voluntad de quienes dirigen estas organizaciones y de su discurso, esta esencia reproduce inexorablemente la forma-trabajo que está llamada a contener, ordenar y valorizar.

Sin embargo, en la medida que el trabajo cognitivo tiende a convertirse en masivo, aparece un comportamiento paradójico; pues, para progresar, la dinámica de las organizaciones necesita incorporar el trabajo del conocimiento como fuente de competitividad, innovación, mejora continua, etc., al tiempo que, para controlarlo –para apropiarse de sus frutos–, necesita la forma de organización existente –que, precisamente, destruye el potencial del trabajo cognitivo al parcelarlo, procedimentarlo, velar su significado, dirigirlo desde la exterioridad…

Desde luego, tanto por parte de los trabajadores –que quieren verse realizados en su trabajo– como por parte de los directivos y propietarios –que necesitan al trabajador como persona, más allá de su acepción de “mano de obra”– se han producido múltiples intentos de resolver esta paradoja. El problema es que, salvo honrosas excepciones, siempre se ha errado el tiro: se ha actuado sobre los síntomas, pero no sobre el fondo del problema, la forma-trabajo. Es decir, se han desplegado multitud de herramientas (pretendidas “soluciones” técnicas) para intentar tratar la desmotivación, la falta de implicación, la resistencia a los procedimientos, el desapego al trabajo (y a la empresa)… pero rara vez se ha profundizado en busca de las causas de tales comportamientos.

Y ello porque, como dice Castoriadis [2], “[La organización social] Pide a los hombres, como productores o como ciudadanos, que permanezcan pasivos, que se encierren en la ejecución de la tarea que les impone; cuando constata que esta pasividad es su cáncer, solicita la iniciativa y la participación para descubrir en seguida que ya no puede soportarlas, que ponen en cuestión la esencia misma del orden existente

PARTICIPACIÓN

Un recurso recurrente, valga la redundancia, para resolver la paradoja lo constituye la “participación”. En 2001 escribí [3]

“Para dejarlo claro desde el principio: por su propia esencia, toda persona presente (y muchas de las ausentes, a través de historias, leyendas, escritos, memorias, etc.) participa (toma parte) en la existencia y desenvolvimiento de sus organizaciones. Y esto ocurre tanto si estoy dirigiendo la empresa como si estoy ajustando diez tornillos por minuto. Es decir, hacer llamamientos a participar es una estupidez, ya que ese efecto se produce sin cesar, adopte las formas que adopte. Y, por tanto, hablar de empresa participativa es una tautología, ya que la esencia de cualquier empresa, de cualquier organización, de cualquier sociedad, de la misma vida, consiste en que sus miembros son y toman parte de las mismas.”

Por tanto, tenemos que aproximarnos más concretamente a qué se quiere decir con participación. Según Bohm [4], existen tres formas de participación: Participar en el origen, participar en el proceso, y participar en los resultados. Obviamente, de forma muy mayoritaria, las reivindicaciones y propuestas sobre la “participación”, formuladas tanto por directivos como por trabajadores, se refieren a las dos últimas modalidades: La participación en los procesos ya diseñados para mejorarlos, y la participación, de una forma u otra, en los resultados de la empresa. Sin embargo, la clave está en la participación en el origen: [3]

“Pero el significado se genera en la compartición de la fuente emisora de energía, en la apropiación del origen. Ciertamente, en una secuencia universal –y también en nuestras cortas historias cotidianas– los orígenes pueden rastrearse, hipotéticamente, hasta el infinito. Pero señalemos un punto, un momento en el tiempo y empecemos algo (un nuevo producto, un nuevo proyecto, un proceso de transformación…). La participación en el origen implica que sus actores, aquellos que lo van a desarrollar, ya están compartiendo la fuente, ya están determinando qué quieren hacer, qué sentido tiene lo que van a desarrollar, cómo lo harán y como actuarán (cómo se organizarán) para tratar con las incidencias, las sorpresas, la variación, en suma. De este modo, lo nuevo se origina en la energía intelectual y emocional de quienes más directamente lo van a vivir.

Ahora bien, de nada serviría esta participación en el origen si todo el sistema no está pensado y estructurado para que los protagonistas tengan condiciones y garantías de apropiación sobre los procesos que en esa fuente se generan y de poder para desarrollarlos; es decir, exige contextos organizativos que, recursivamente, impulsan y sostienen coherentemente, más allá de las veleidades de la dirección, las mencionadas condiciones [A. Vázquez, 1998].” [5]

En el contexto de la crisis y, por supuesto, de la conflictividad laboral asociada, se han incrementado las llamadas a la participación de los trabajadores en la propiedad –o en su control– de las empresas. Esta opción tiene una larga tradición, desde los falansterios de Fourier, hasta la constitución de estructuras cooperativas y otras formas de participación en el accionariado o en el reparto de beneficios empresariales.

Aun cuando se supone que esta participación en los derechos de la propiedad producirá, por sí mismo, un efecto estimulante en la implicación y motivación de los trabajadores, y un incremento sensible de su afección hacia la empresa (ya que, en un sentido limitado, es “suya”), la realidad vuelve a mostrarse cruda. Si bien es cierto que esta participación mejora la situación, produce un cierto avance sobre su ausencia, el problema de fondo permanece (como es muy evidente en las cooperativas): La forma-trabajo, y con ella, las formas de dirección y organización, permanecen intactas, como una naturaleza indiscutible e intocable, de manera que la paradoja a la que hemos aludido anteriormente continúa su reproducción incesante.

INTENTANDO LA TRANSFORMACIÓN

Pero, ¿existe alguna vía para la disolución de esta paradoja? Desde luego, no vendrá de ninguna aplicación de técnicas y herramientas utilizadas desde la dirección y/o “expertos” exteriores a la organización, sino desde la generación de dinámicas sociales que, partiendo de la mutación de la forma-trabajo por aquellos que la viven –y la padecen–, transmute las formas organizativas y las formas de ejercicio del poder para crear nuevos contextos en los que el ejercicio de la autonomía sustituya los modelos de dependencia imperantes.

Para decirlo lisa y llanamente, no nos encontramos ante un proceso técnico, sino ante un proceso político en el sentido más noble de la palabra. Es decir, en la asunción del protagonismo por todos los actores de la actividad productiva (sea ésta del tipo que sea) a fin de transformarla en riqueza para la sociedad y en motor de desarrollo profesional y personal de aquellos que la practican.

Sólo un proceso de este tipo es capaz de ir mutando el trabajo abstracto (alienado, dependiente, carente de significado) en trabajo cognitivo (integrado, cooperativo, con significado social). Y añadir que no es un juego de suma cero, en el que lo que ganan unos lo pierden otros, sino, como se ha demostrado repetidamente en la práctica, un juego en el que, supuesta una cierta altura de miras por todos los actores, todos (trabajadores, directivos y propietarios) ganan (salvo los especuladores) [6]. Y gana la sociedad.

Sin embargo, como no podía ser de otra manera, el mundo de la consultoría –hay muy honrosas excepciones, por supuesto– ha tratado de convertir estos complejos procesos en una técnica, en una marca vendible, desvirtuando su contenido de fondo y su potencial de transformación. Por ello, voy a insistir en lo que constituye el concepto nuclear de este planteamiento: la autonomía.

LA PRODUCCIÓN DE LA AUTONOMÍA

Como tantos otros conceptos, el de autonomía se utiliza con decenas de significados diferentes, según quién lo pronuncie y de qué contexto se trate. Por ello, voy a tratar de precisar de qué estoy hablando, y lo hago basándome en Castoriadis [7]:

“Pero, ¿qué significa autonomía? Autós, sí mismo; nómos, ley. Es autónomo quien se da a sí mismo sus propias leyes. (No quien hace lo que le apetece: quien se da leyes.) Pero esto es algo tremendamente difícil. Para que un individuo se dé a sí mismo su ley, en los ámbitos donde esto resulta posible, es necesario que pueda osar enfrentarse a la totalidad de las convenciones, las creencias, la moda, a los doctos que siguen sosteniendo ideas absurdas, a los medios de comunicación, al silencio de los demás, etc. Y, para una sociedad, darse a sí misma su ley significa aceptar enteramente la idea de que es ella la que crea su propia institución, y que lo hace sin poder apelar a ningún fundamento extrasocial, a ninguna norma de la norma, a ninguna medida de la medida. Así pues, esto equivale a decir que es ella la que ha de decidir qué es justo e injusto –esta es la cuestión con la que tiene que ver la verdadera política (no, evidentemente, la política de los políticos que hoy ocupan la escena).”

Es decir, la autonomía significa el darse, para los individuos o para las sociedades, sus propias leyes. Su opuesto es la heteronomía, que significa que las leyes están dadas desde la exterioridad del individuo o de las sociedades, de manera que estos tienen que someterse a ellas. La anomia (que muchas veces se confunde con la autonomía) consiste en la ausencia de leyes. Como ya debería ser evidente, este concepto de autonomía –el “original”, por cierto– está en la base de la construcción de la democracia.

Pero la autonomía no es una cosa, no se concede o deja de concederse, no se tiene o deja de tenerse: Constituye siempre un proceso complejo, instituyente, en el que se trata de sustituir aquello que no consideramos justo por otras leyes, por otras realizaciones, más próximas a nuestras aspiraciones, a nuestros deseos y a nuestro sentido de justicia.

En este sentido, los procesos de transformación constituyen lo que podría denominar una forma de producción de la autonomía en las organizaciones. Como vengo insistiendo, no son, pues, procesos técnicos ni instrumentales, no tienen objetivo definido ni finalidad predeterminada, su resultado no es visible desde el origen. Son procesos constituyentes, en los que las personas y colectivos que los despliegan, en el ejercicio instituyente de su autonomía, van construyendo y moldeando nuevas realidades, nuevas formas de hacer, nuevas formas de organizarse, nuevas formas de contribuir socialmente, al tiempo que nuevas subjetividades, nuevas formas de conocimiento…

Y finalizo con otra cita [1] :

“Así, alcanzo una conclusión, sin duda discutible: La democracia en la producción procederá desde la apropiación por parte de los productores de su trabajo en toda su dimensión (física, cognitiva, relacional, social…) y del apoderamiento (del ejercicio consciente de su poder) sobre ella y sobre sus derivaciones sociales. Las condiciones para esta apropiación y este apoderamiento ya están dadas en la naturaleza del trabajo cognitivo, aunque todavía insertas en la lógica del capital (lo que Virno llama el comunismo del capital), pero es necesario conceptualizarlas, teorizarlas, como una forma esencial de liberación.”


[1] He tratado este tema en mi artículo Trabajo cognitivo, cooperación, democraciaen “Democracia económica. Hacia una alternativa al capitalismo” Icaria (2011) cuyas versiones en catalán y castellano pueden verse aquí.

[2] C. Castoriadis “La institución imaginaria de la sociedad” TUSQUETS (2013)

[3] A. Vázquez “Falacias de la participación” 

[4] D. Bohm “Sobre el diálogo” KAIRÓS (1996)

[5] A. Vázquez “El modelo vasco de transformación empresarial” HOBEST (1998)

[6] Sobre el despliegue en la praxis de estas formas de transformación, puede verse M. Darceles “Guías para la transformación” BAI (2009), así como A. Vázquez (1998) Op. cit. 

[7] C. Castoriadis “Figuras de lo impensable” CATEDRA (1999)

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