Miedo a los Reyes

Me piden los amables editores que, en estos inicios del año 2011, haga una valoración sobre por qué derroteros puede transitar; a falta de bola de cristal, memoria de mi pasado. Por estas fechas, cuando yo era niño, concentrábamos nuestras ilusiones en la llegada de los Reyes Magos, en la carta imposible de deseos, y en las advertencias de los mayores: “No os podrán traer todo lo que habéis pedido, hay muchos niños y no pueden llevar tanto peso. Pero, además, si no os portáis bien, sólo os dejarán carbón en los zapatos”. Durante unos días procurábamos compensar el año transcurrido, siendo obedientes, buenos hijos; luego llegaba el miedo de la noche de Reyes, el no saber a qué juicio habríamos sido sometidos por sus Majestades, para encontrarnos, alborozados, a la mañana siguiente, con unos soldaditos de plástico y una muñeca de trapo en lugar del temido carbón. Y los Reyes, esos seres sin ser, sin origen ni destino, volverían inexorablemente el próximo año para juzgar si habíamos sido obedientes o no. Hoy, adultos, supuestos ciudadanos, nos vemos sometidos a un discurso obsceno que no deja de tener resonancias con el de mi niñez: La Gran Crisis se ha producido por nuestra avidez por consumir por encima de toda posibilidad razonable, por endeudarnos, por querer vivir mejor, y ahora debemos pagarlo con paro, bajadas de salarios, rebaja de pensiones, aumento de la edad de jubilación, etc. Es necesario el sacrificio para pagar la culpa de haber seguido dócilmente lo que unos seres sin ser, sin origen ni destino, nos impulsaban a hacer para ser felices y para contribuir al progreso de la economía. Y aparecen, ya en plural, esos nuevos Reyes, esos soberanos sin sombra, llamados tenebrosamente, con miedo del ejercicio de su voluntad, los mercados. [Nótese que la acepción es nueva; hasta hace poco el mercado era singular. ¿Cómo se ha transmutado para convertirse en plural?]

De todo lo que podría decirse de este discurso y su práctica, quiero centrarme brevemente en dos temas que me preocupan especialmente, por las repercusiones a medio plazo que pueden tener: Sus efectos económicos y sus efectos políticos.

Tras el estallido de la Crisis, en un primer momento se adoptan medidas de corte keynesiano –cuya impotencia para las circunstancias actuales ya comenté en esta misma columna-, pero, alimentados con ingentes cantidades de dinero público, pronto “los mercados” pasan al contraataque. La receta es la de hace treinta años, que tan buen resultado les ha dado y que nos ha conducido a esta catástrofe: Destrucción sistemática de cualquier atisbo del Estado del Bienestar, exigiendo esfuerzos, sacrificios y penares a la población (por su bien, claro) en aras al Bien Económico Superior, es decir, al de los Reyes de los Mercados.

Dos premios Nobel, Krugman y Stiglitz, claman desesperadamente una y otra vez, contra las políticas económicas que se están adoptando, anunciando lo que, salvo para el obsceno discurso imperante, es obvio para cualquiera que sepa algo de economía: Se está “combatiendo” (es un decir) la Gran Recesión con medidas recesivas, lo que no hace más que profundizarla en beneficio de quienes la provocaron. Mientras esto siga así, tenemos la crisis como horizonte; la similitud con la Gran Depresión en los años treinta es cada vez más alarmante.

Pero hay otro tema que me preocupa más todavía, ya que subyace a todo lo que está ocurriendo. Se trata de la destrucción de la democracia. La crisis de los años treinta alumbró al fascismo en sus diferentes formas, destruyó democracias incipientes (como en España) y generó el horror (con millones de víctimas) del que todavía no hemos podido librarnos; su trágica desembocadura fue la Segunda Guerra Mundial. Hoy, sin embargo, las libertades individuales parecen garantizadas (siempre que se tengan los medios económicos para ejercerlas), pero ¿qué pasa con la decisión? Porque democracia significa “gobierno del pueblo”.

Pues, sencillamente, que no existe. Ya hemos dicho en otros textos que la financiarización de la economía y, por ende, de la sociedad, esclavizan la política al servicio de los poderes económicos. Pero ahora esto se hace evidente en el discurso imperante: Medios de comunicación, cancillerías, expertos… aplauden la capacidad de liderazgo y la valentía del gobernante que, traicionando sus programas electorales (aquello por lo que, se supone, fue elegido por el pueblo), se pliega a los dictámenes de los Mercados. Si sólo los Mercados marcan la política a realizar, ¿qué queda de la democracia? ¿qué pintan los Estados y sus gobiernos?

Estamos en peligro, y no creo que sea buena idea seguir escribiendo cartas a los Reyes Magos; paradójicamente, cuanto más obedientes seamos, más seguro es que recibiremos carbón como regalo. Tenemos que recuperar, como una tarea imperiosa, la democracia, la voluntad política de los pueblos sobre sus devenires y, por tanto, sobre el dominio de sus economías. Y, tal vez, como dice Sami Naïr, “Pero los mercados no quieren y los Estados son impotentes. ¿Hasta que la calle se haga oír con brutalidad?”.

Por encima de todo, ¡feliz año!

Publicat a

Artículo de Alfonso Vázquez publicado en la Revista Estrategia Empresarial nº 395 de 15 de Enero de 2011

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