Distintos debates que hemos mantenido con personas de organizaciones con las que estamos colaborando, me han sugerido reflexiones que trato de ordenar en estas líneas, reflexiones sobre el poder, este complejo fenómeno consustancial al ser humano.
Hace mucho que le oí a Alfonso Vázquez hacer la distinción entre “poder sobre” y “poder para” [1]. Para aproximarnos al concepto de poder es básico entender que esa misma palabra esconde muy distintos significados, y como dice Erich Fromm, no solo no son idénticos sino que pueden ser mutuamente excluyentes.
“La palabra poder tiene un doble sentido. El primero de ellos se refiere a la posesión del poder sobre alguien, a la capacidad de dominarlo; el otro significado se refiere al poder de hacer algo, de ser potente. Este último sentido no tiene nada que ver con el hecho de la dominación; expresa dominio en el sentido de capacidad. Cuando hablamos de impotencia nos referimos a este significado; no queremos indicar al que no puede dominar a los demás, sino a la persona que es impotente para hacer lo que quiere. Así, el término poder puede significar una de estas dos cosas: dominación o potencia. Lejos de ser idénticas, las dos cualidades son mutuamente exclusivas.” [2]
La dicotomía poder para vs poder sobre me sugiere una correlación con el poder instituyente y el poder instituido. Poder para es una potencia generativa. No se trata de cosificar el poder, restringirlo y repartirlo o poseerlo, sino que responde a una dinámica expansiva, instituyente, creadora. Construimos desde la potencia. Creamos algo que no existía, o lo modificamos, lo enriquecemos, lo desarrollamos. Si hay algo que lo instituyente aspira a destruir son, precisamente, las barreras y límites que impone lo instituido: barreras físicas, creencias irracionales y limitantes, barreras culturales, democráticas, sociales, mentales, etc. Lo instituyente es subversivo, transgresor. Ahora bien, lo instituyente aspira a instituirse, a adquirir una condición estable, consolidada: aspira a ser. Su objetivo trasciende la búsqueda, la lucha, para, en algún punto, llegar a ser. Si esa aspiración acaba, la búsqueda, la lucha, el proceso instituyente, en definitiva, deja de tener sentido. Como ejemplo de esto:
“Lo más notable de su mirada analítica [se refiere al CRISES, Centre de recherche sur les innovations sociales, de Montreal] es que presta atención a la manera en que iniciativas en su origen marginales van introduciendo cambios en el modelo de desarrollo socioeconómico y en el régimen sociopolítico para, con el tiempo, dejar de ser innovaciones y pasar a formar parte de nuevas configuraciones institucionales” [3]
Desde otro significado de poder, hablamos de ejercer poder sobre otros, para someter, contener, reprimir, obligar… hasta para destruir. Este poder también puede venir enmascarado bajo caras amables, de protección, seguridad y cuidado, por ejemplo. Y revestido de una ideología de la eficiencia y eficacia organizativas, adquiere formas de sobreorganización, sobredeterminación, sobreplanificación… siempre aderezadas de grandes dosis de control.
El poder instituido tiende a ejercer poder sobre, a través de mecanismos de fuerza u otros, sean éstos legítimos o no. Dicta leyes, sobreorganiza, toma decisiones que afectan a otras personas, y decisiones que otras personas habrán de ejecutar; muchas veces sin que éstas sean ni siquiera consultadas o sin excesivo interés en saber realmente lo que piensan. En ocasiones se actúa desde ese falso proteccionismo de “para el pueblo pero sin el pueblo”; a veces, con la mejor intención, otras veces, no tanto. Suele ser desgraciadamente habitual que use los medios a su alcance para manipular la opinión y los deseos –aparentes– de las personas, para que éstas aparezcan alineadas con las acciones que se están desarrollando, o como manera sofisticada de ahogar movimientos de oposición.
Aunque tendemos a hablar del poder como algo impersonal, detrás de todo poder hay personas, y nada más. Por tanto, en la confrontación de poderes, también entran en juego egos, miedos, megalomanías, complejos, delirios de grandeza… por un lado, y también la generosidad, la entrega, el compromiso con lo que uno piensa, el coraje… desde otro lado.
Detrás de toda institución hay un pasado instituyente que tuvo la aspiración de instituirse. Una vez logrado, las fuerzas se orientan a proteger su poder, y si pueden, aumentarlo. Todo elemento instituido trata de proteger su parcela y, cuando menos, conservar su equilibrio de poder. Estas protecciones entran en conflicto con las dinámicas expansivas que representan las fuerzas instituyentes, por cuanto que, al menos potencialmente, lo ponen todo en juego. Dinámicas instituyentes de cambio, de desarrollo, que pueden aflorar tanto en el seno de la organización como fuera de ella.
Lo instituido, orientado hacia sí mismo, necesita de lo instituyente para no fosilizarse, y lo instituyente necesita instituirse en algún momento. Lo que permanece eternamente en proceso instituyente no es generativo, se dispersa, se disipa.
Según voy reflexionando se me sugiere otro paralelismo con la dicotomía de tener y ser que hacía Erich Fromm en el libro que lleva ese título [4]. Necesitamos tener, pero el quid de la cuestión está en el ser. Necesitamos de lo instituido, pero lo instituyente es lo que nos ofrece un futuro. Lo que tenemos (dinero, estatus, información, bienes, puesto…, elementos instituidos a fin de cuentas) nos da poder sobre y genera en nosotros tendencia a protegerlo. Lo que somos (capacidades, conocimientos, personalidad, ilusión, valores, compromisos, visión, habilidades, comprensión, experiencias…) nos da poder para hacer cosas, y en gran medida, hacerlas en cooperación con otros.
Lo instituido no es el enemigo a batir. No hay justicia, ni democracia, ni educación universal, ni protección social, ni sistemas sanitarios, ni empresa productiva, por citar solo unos pocos ejemplos, sin elementos instituidos. Es verdad que una dictadura, un gobierno tiránico, o una empresa que abusa de sus trabajadores y engaña a sus clientes también están instituidos. Pero estas formas de organización y gobierno se caracterizan porque no quieren ser democráticas. Otras muchas organizaciones, en cambio, no tienen ningún problema, sino todo lo contrario, en avanzar todo lo que puedan en este sentido, hacia formas democráticas, saludables, justas, humanas, dignas…
De la misma manera, evidentemente, no toda fuerza instituyente es de avance. Pongamos por ejemplo un golpe militar. Lo instituyente no es positivo per se, sino en la medida en que aquello que quiere instituir es valioso, merece la pena; ni –insistimos– lo instituido es rechazable per se. La cuestión está en que, de manera natural y habitual, en todo aquello que se instituye, se produce un fenómeno: tendencia a la autojustificación y autoconservación, utilizando para ello todos los medios del poder-dominación que tenga a su alcance y la negación sistemática de toda fuerza instituyente ya que escapa a su control y dominación y se la ve como amenaza. Y esto es letal. Fosiliza la institución, cosifica a las personas, desaparece el flujo de energía, desaparecen las aspiraciones. Quizá esto nos evoque algunos casos de la historia en los que movimientos aparentemente liberadores derivan en totalitarios una vez alcanzada la cumbre del poder, o cómo agencias o centros constituidos en base a una necesidad y oportunidad incuestionables en su origen, se vuelcan hacia sí mismas y aportan poco o nulo valor.
Los poderes instituyentes son más vulnerables que los instituidos, precisamente, porque sus mecanismos defensivos son más débiles o no los tienen. David contra Goliat. Supongamos que una persona es considerada como una autoridad por su conocimiento y experiencia en determinado campo (ámbitos del ser y no del tener). Si ello puede ser catalizador de un movimiento instituyente que amenace al poder-dominación de las pseudoautoridades instituidas, éstas actuarán con toda su maquinaria para desterrarla al ostracismo, desacreditarla y desautorizarla, y si son hábiles lo pueden conseguir. Pero cuando esto sucede, cuando lo instituido anula lo instituyente, se pone en peligro el futuro. Como sociedad (colectivo, organización, equipo) desperdiciamos capacidades, talentos, ilusiones, compromisos, esfuerzos… en lugar de aprovecharlos para beneficio de todas y todos.
Deberíamos reflexionar seriamente sobre los conceptos de organización, administración, gestión y dirección que se predican. Por ejemplo, la obsesión – ya tácita, sobreentendida– por el control, que todo lo impregna, tanto en ámbitos públicos como privados, y, también, la falta total de atención a los aspectos dinámicos e inmanentes.
Quizá la clave esté en conseguir que lo instituido no vea como amenaza toda fuerza emergente. ¿Y si fuéramos capaces de entender que nuestras “parcelitas de poder” resultan destructivas si nos aferramos demasiado a ellas? ¿Y si imaginamos una forma organizativa que combine fuerzas instituidas e instituyentes, que no se opongan frontalmente sino que haya un flujo espontáneo y dinámico entre ambas? Una forma organizativa donde el poder sobre sea el mínimo que permite que las cosas funcionen, los compromisos se cumplan, la información circule…, es decir, que no se erija en barrera y límite, sino que se busque y se azuce el poder para o poder generativo.
Proponemos como solución explorar en combinaciones inteligentes entre ambas fuerzas, siendo muy conscientes de que las dinámicas instituyentes y del poder para no encajan en lo instituido, no se someten y no se pueden organizar ni dirigir desde lo instituido. Ahí está el verdadero reto, el reto en el que animamos a adentrarse a las organizaciones, y las acompañamos en ese camino, si lo desean.
[1] Lo recojo en Guías para la transformación (BFA, 2009)
[2] Erich Fromm, El miedo a la libertad (Paidós, 1998 | Primera edición en inglés: 1941)
[3] Sebastià Riutort Isern, Energía para la democracia. La cooperativa Som Energia como laboratorio social. (Catarata, 2016)
[4] Erich Fromm, To have or to be? (1976)