He leído con mucho interés el artículo de Chesterton “El restablecimiento de la filosofía ¿por qué?” publicado por el Consejo Editorial de Know Square en esta misma plataforma y la primera reflexión que me ha provocado es su actualidad –salvando, como es lógico, algunos rasgos distintivos de la personalidad del autor y su época- un siglo después. En efecto, hoy, tal vez más que nunca, el discurso dominante nos insta a ser prácticos, a dejar de pensar en pájaros y flores, a actuar con pragmatismo para sobrevivir en este mundo convulso. Pero, ¿qué oculta, hoy como ayer, este discurso?
La llamada a ser prácticos implica el recurso a la repetición, a reproducir lo existente, a no cuestionarlo. En la medida en que renunciamos a la interpretación, a la conceptualización, estamos condenados a vagar en más de lo mismo sin ser capaces de encontrar sentido, significado. Y, en consecuencia, a la impotencia frente a lo establecido, frente a lo ordenado como una segunda naturaleza que nos determina. Pero, ¿qué es lo que queda velado en este llamamiento? Sencillamente, la naturaleza del Poder.
Esto no es, ni mucho menos, nuevo en la historia: El nacimiento de la filosofía (y, con ella, de nuestra cultura) en Grecia ya representó un desafío a los dioses a través de la potencia de constituir conceptos de los hombres. Pero no podemos olvidar las milenarias etapas en las que la humanidad ha estado atrapada por la sobredeterminación de las religiones y de los poderes soberanos derivados: sólo tenía sentido el pragmatismo, ya que el sentido estaba predeterminado; en consecuencia, la labor del ser consistía en adaptarse a lo ordenado con la esperanza de otra vida en la Eternidad.
El problema que subyace al debate de lo práctico frente a lo teórico (o, más exactamente, a lo filosófico en su sentido más genuino) es, precisamente, que el rostro del Poder no debe ser desvelado (como el nombre de Dios no debe ser pronunciado, es el Innombrable): su “naturaleza” debe permanecer oculta a los ojos de los súbditos. Nada de extraño tiene, pues, que la quema de libros y, eventualmente, de sus autores, esté inscripta en nuestra tradición cultural con evidente arraigo.
Y este fenómeno es, si cabe, mucho más evidente en las corrientes dominantes del management moderno (con algunas honrosas excepciones): la apelación al pragmatismo [1] para obtener resultados excluye cualquier consideración teórica sólida en torno a la lógica que subyace al sistema. Esta se considera cuasinatural, como un dato ya establecido desde siempre y para siempre, por lo que no cabe más que girar en torno a ella. ¿Cómo, si no, cabe preguntarnos, hemos podido desembocar en esta situación crítica de emergencia planetaria?
Esta impotencia teórica para indagar en la lógica que subyace al sistema y a sus discursos tiene un cierto correlato en la muy frecuente apelación al pensamiento sistémico como solución universal. Es decir, no se cuestiona la lógica que sustenta al sistema, sino que se trata de modificar sus componentes (parcialmente) para ver si así puede funcionar más armónicamente: ahí se inscriben multitud de modas del management como, entre otras muchas, la calidad total, el liderazgo, la gestión del conocimiento, la inteligencia emocional, etc.
Ya Gödel demostró, refiriéndose a las matemáticas, la incompletud de todo sistema lógico: siempre hay un axioma que no puede ser demostrado, y que, en consecuencia, puede ser falso. En efecto, todo sistema contiene alguna brecha, o, más exactamente, algo excesivo que no puede contener y que tiende a transformarlo en su manifestación (nótese que, de otra forma, el sistema giraría eternamente sobre sí mismo).
Pero este exceso, precisamente por serlo, permanece como un punto ciego de la lógica del sistema; no es visto y, por tanto, no puede ser ni integrado ni explicado. Y, sin embargo, como el axioma no demostrable, y precisamente por ello, está produciendo las contradicciones del sistema y, por tanto, la explicación oculta de sus transformaciones.
Así, el orgulloso pragmático no es consciente de que está guiado por una lógica que no puede interpretar y que, en consecuencia, le hace dependiente de algo ajeno, de un Amo fantasmagórico; pero, peor aún, tampoco puede ser consciente de que esa lógica presenta fallas que él no puede entender, pero que se encarnarán en su fervor pragmático como frustración sin posible explicación.
[1] No es, pues, nada extraño que gurús norteamericanos de las últimas décadas, como Tom Peters o Gary Hamel, entre otros, sean fundamentalmente descriptivistas.